El redactor de epitafios.

Un hombre tallaba una blanca piedra con versos invernales que no debieran leerse. Golpeaba fuertemente el cincel para enmudecer el fúnebre grito del silencio, y cada vez que el reloj aullaba, el hombre miraba la puerta cerrada, verificando que su amo no viniese a cobrarle su último respiro, cuando en realidad, él lo acompañaba, desde adentro, como la oscuridad que nace en aquel bosque rocoso. Su amo era la soledad, uno de los muchos hijos de la muerte y la vida y el cuidador de aquel tétrico sótano donde las pesadas hojas de granito eran leídas eternamente por ojos ciegos.

-Otra semilla lista para brotar -solía decirse cuando terminaba su trabajo; cada vez que una lápida cobraba vida, pero la verdad era que cada golpe del martillo mataba un poco más aquella moribunda poesía.
-Otra semilla lista para ser olvidada -respondió la soledad - otra semilla como las otras, que mueren una frente a otra en este bosque negro y cuyas únicas raíces son para que la vida no las saque de su muerte.

Una brisa cruza por la puerta y sacude todos los versos, los revuelve, mezcla y borra con suficiente fuerza como para que el viejo detenga su eterno labor. Levantándose, con el polvoriento crujido de su espalda, se dio vuelta y vio que la entrada que lo protegía y encerraba, seguía trancada como siempre, y que el silencio no murmuraba ni la más leve pena, que la pestilente amargura del que calla estaba en el doloroso tronar de sus herramientas. Finalmente la soledad lo había abandonado en un cielo de ausencias que lo abrazó como la caricia que nunca sintió. Y ya que estaba muerto como el cementerio que había redactado, no perdió nada. Recogió los suspiros arrebatados por la soledad, por si mismo, para poder nacer, vivir y fallecer en un mismo instante, en una misma eternidad.

Al mirar atrás, vio la puerta que nunca estuvo, la soledad que nunca lo dejó solo y sintió el viento que nunca pasó por aquel sótano. Simplemente nada pasó, pero por suerte, el aire siempre sigue corriendo.

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